Todo Rugby
Prologo de Kléber Haedens al libro de Henri García “EL RUGBY” (1963)
 
Todos aquellos que dedican algún interés al Rugby deberían tener a mano este libro de Henri García.

Con frecuencia se oye afirmar que el Rugby no es un deporte como los demás. Su excepcional rudeza, la complejidad de sus reglas, la misma fascinación que ejerce sobre quienes poseen –o creen poseer- las claves de su misterio, le adjudican en realidad un aspecto simultáneamente temible y secreto.

Cuando se desea conocer un deporte es conveniente, ante todo, adentrarse en su historia. Esto resulta especialmente válido para el Rugby, cuyo clima, leyes y fronteras conocemos. Por ello tenemos la posibilidad de narrar la historia de este juego en las mismas condiciones con que se expone la historia de un país.

También ha conocido el Rugby orígenes amenazados y lejanos años de incierta existencia; ha sufrido crisis e impugnaciones, rupturas y reconciliaciones; ha impulsado expediciones, ha vivido años de prosperidad, ha celebrado fiestas y ha librado múltiples combates; ha reforzado, al cabo, su imperio. Sin renunciar nunca al rigor, se ha visto enriquecido de experiencias y aventuras.

Constituye un acierto que Henri García haya querido contarnos esta historia a partir del día casi legendario, en que William Webb Ellis, asiendo el balón entre sus manos, corrió por los prados de Rugby en dirección a la meta contraria. Pero García ha ido más lejos y, remontándose a griegos y romanos nos revela algunos aspectos del “harpastum”.

Este juego se practicaba sobre un terreno rectangular, admitía el tackle del portador de la pelota y señalaba como este debía ser conducido por el jugador, mediante fintas y pases, hasta la línea de fondo del adversario. Galeno alabó a este deporte, que puede “ayudar al cuerpo y al espíritu, cada uno por su lado, a desarrollarse.”

La antigüedad de un juego contribuye a acrecentar su intrínseca nobleza. Nos complace, pues, que el Rugby haya podido hallar sus raíces en el verde prado de un college ingles y que los jóvenes mas avispados del siglo XIX corrieran ya con el ovalado balón en sus manos en dirección a la línea de marca de sus adversarios.

Cuanto escribe García viene a demostrar que jamás ha habido revolución en el Rugby ; al contrario, ha evolucionado con un movimiento lento a veces y otras más vivo, pero continuo, como es el movimiento mismo de la vida. Cada época, cada país y hasta cada equipo podrán tener métodos aparentemente nuevos; pero se renovarán sin descanso, puesto que la posibilidad de modificarlos habrá de presentarse constantemente a la imaginación de los hombres.

Ningún sistema puede considerarse congelado o desgajado del tiempo, y habría que ser muy ingenuo para denominar “rugby moderno” a ciertos sistemas provisionales. Tal modernismo corre el riesgo de envejecer muy pronto. Debe desconfiarse de las palabras que desean fijar como novedad “eterna” lo que se produce en un tiempo que no deja de fluir. La polémica literaria entre “clásicos” y “modernos” data del siglo XVII; los que entonces se denominaban orgullosamente modernos eran súbditos de Luis XIV y polemizaban con Boileau.

Por su rudeza el Rugby fue combatido frecuentemente, tanto por poderes públicos como por la prensa. No lo iban a salvar matarifes, sino alumnos de los mejores colegios de Inglaterra. En la misma Francia – nos lo recuerda García- se difundió rápidamente por las escuelas y los liceos de Paris. Ya en 1890, un año antes del primer encuentro entre el Racing y el Stade Francais, se disputó el primer campeonato escolar.

Tales hechos no tienen por qué sorprendernos. El Rugby cuenta con elementos suficientes para seducir a los espíritus jóvenes y audaces. Los principios en que se basa el juego, las maniobras constantemente reinventadas que permite, la improvisación que autoriza, el hecho de liberar y exaltar al individuo en la misma entraña de una severa disciplina colectiva, la alegría de ejercitar un cuerpo consciente de su elasticidad y de su fuerza: todo ello proporciona al rugby incomparables poderes. Y, no lo olvidemos, por obra y gracia de los colegiales ingleses.

Recuerdo al director de un colegio francés que nos comparaba a becerros rodando por los prados. Pobre Hombre!. Se creía dotado de distinción debido a su gran cabeza, a sus quevedos y a sus lecturas de Anatole France. Ahora me doy cuenta que su inteligencia no había cruzado jamás la línea de los veintidós metros y que solo podría haberse hecho del balón en un fuera de juego.

Para algunos de nosotros, encerrados entre las paredes de un lejano liceo provinciano, el rugby –que practicábamos a diario- constituía la más eficaz protección contra el increíble aburrimiento de los estudios secundarios. Era la fuente en que refrescábamos el cuerpo y aliviábamos el espíritu.

Es necesario prestar gran atención al capitulo de esta obra que se refiere a las reglas del juego. Damos por descontado que las tempestades desencadenadas por el público están provocadas, con frecuencia, por esa furia localista que retrotrae al rango de tribu frenética al habitante de viejas provincias francesas, donde, no obstante, antiguas civilizaciones parecen haber dejado algunos rastros. Pero también sabemos con certeza que las más innobles manifestaciones de los espectadores vienen determinadas por una ignorancia supina del reglamento. Ahora bien, nada hay más difícil que convencer al espectador común de la necesidad que tiene de leer las normas que regulan el juego, pues está persuadido de que ya las conoce.

Pocos son, sin embargo, los espectadores que dominan el reglamento; y no aludimos a sus aspectos mas refinados, sino simplemente a los fundamentos sin los cuales un partido no podría siquiera celebrarse.

Recientemente pasé una tarde muy incómoda. Me hallaba cercado de espectadores que durante los ochenta minutos no cesaron de gritar con fuerte acento meridional “Fuera de Juego! Fuera de Juego! Fuera de Juego!”.

Estas buenas gentes, antes que dudar acerca de sus propios conocimientos, preferían suponer que el árbitro había dejado de marcar un buen centenar de fueras de juego, que los jugadores no advertían tan insensata conducta y que el resto del publico podía aceptar, benignamente, tanta extravagancia. Se creían, no obstante, finos especialistas. Pero son los especialistas de este tipo quienes deshonran las tribunas de los campos de deporte. Las más poderos gargantas pertenecen siempre a los más precarios conocedores del juego.

El autor de esta obra se halla, pues, cargado de razón al recordarnos una nota que los escoceses mandaron a los franceses un mes después de haberse producido los vergonzosos incidentes del Parque de los Príncipes del 1 de Enero de 1913: ”A nuestro entender, no vale la pena que juguemos el partido si este ha de celebrarse bajo la protección de la policía o de los militares.

Al considerar estos extremos, nuestro Comité estima indispensable el enseñar a los espectadores que las tradiciones del Rugby deben mantenerse dondequiera que se juegue, y que una de las tradiciones es la inviolabilidad del arbitro...” Tales consideraciones siguen siendo válidas en todos los terrenos y para todos los públicos de todos los países.

Henri Gracia compara al Rugby con un licor de gran solera, que debe beberse despacio y en compañía de buenos amigos. Ofrecerlo sin medida a gente de mala calidad conduciría al desencadenamiento de las más peligrosas locuras. Por tal razón quienes han reservado en sus sentimientos un hueco para el Rugby se sienten temerosos ante su éxito actual. Muchos se han aficionado al juego debido a los resonantes triunfos del equipo de Francia y están hambrientos de nuevas victorias; pero son unos hambrientos de excesiva voracidad.

Nosotros creemos que la furiosa pasión por la victoria jamás debe anular el espíritu del Rugby, hecho de generosidad, de abnegación, de lealtad, de coraje. En el terreno debe plasmarse por la unidad total de los quince jugadores. Pensamos en aquellos jugadores de Oxford que, tras perder frente a Cambridge, el partido más importante del año, cantaban a pleno pulmón en los vestuarios porque el juego había resultado de buena calidad y porque todos ellos, en consecuencia, se habían divertido de veras.

El libro de Henri García, vincula el pasado al presente, ofrece la historia del juego y la ilustre biografía de sus grandes personajes. Abarca desde los lejanos orígenes, que son su poesía, hasta los días que transcurren. Obra dedicada al Rugby, está escrita para hacerlo comprender, que es lo mismo que hacerlo amar.

KLÉBER HAEDENS

 

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