Todos
aquellos que dedican algún interés
al Rugby deberían tener a mano este
libro de Henri García.
Con frecuencia se oye afirmar que el Rugby
no es un deporte como los demás. Su
excepcional rudeza, la complejidad de sus
reglas, la misma fascinación que ejerce
sobre quienes poseen –o creen poseer-
las claves de su misterio, le adjudican en
realidad un aspecto simultáneamente
temible y secreto.
Cuando se desea conocer un deporte es conveniente,
ante todo, adentrarse en su historia. Esto
resulta especialmente válido para el
Rugby, cuyo clima, leyes y fronteras conocemos.
Por ello tenemos la posibilidad de narrar
la historia de este juego en las mismas condiciones
con que se expone la historia de un país.
También ha conocido el Rugby orígenes
amenazados y lejanos años de incierta
existencia; ha sufrido crisis e impugnaciones,
rupturas y reconciliaciones; ha impulsado
expediciones, ha vivido años de prosperidad,
ha celebrado fiestas y ha librado múltiples
combates; ha reforzado, al cabo, su imperio.
Sin renunciar nunca al rigor, se ha visto
enriquecido de experiencias y aventuras.
Constituye un acierto que Henri García
haya querido contarnos esta historia a partir
del día casi legendario, en que William
Webb Ellis, asiendo el balón entre
sus manos, corrió por los prados de
Rugby en dirección a la meta contraria.
Pero García ha ido más lejos
y, remontándose a griegos y romanos
nos revela algunos aspectos del “harpastum”.
Este juego se practicaba sobre un terreno
rectangular, admitía el tackle del
portador de la pelota y señalaba como
este debía ser conducido por el jugador,
mediante fintas y pases, hasta la línea
de fondo del adversario. Galeno alabó
a este deporte, que puede “ayudar al
cuerpo y al espíritu, cada uno por
su lado, a desarrollarse.”
La antigüedad de un juego contribuye
a acrecentar su intrínseca nobleza.
Nos complace, pues, que el Rugby haya podido
hallar sus raíces en el verde prado
de un college ingles y que los jóvenes
mas avispados del siglo XIX corrieran ya con
el ovalado balón en sus manos en dirección
a la línea de marca de sus adversarios.
Cuanto escribe García viene a demostrar
que jamás ha habido revolución
en el Rugby ; al contrario, ha evolucionado
con un movimiento lento a veces y otras más
vivo, pero continuo, como es el movimiento
mismo de la vida. Cada época, cada
país y hasta cada equipo podrán
tener métodos aparentemente nuevos;
pero se renovarán sin descanso, puesto
que la posibilidad de modificarlos habrá
de presentarse constantemente a la imaginación
de los hombres.
Ningún sistema puede considerarse congelado
o desgajado del tiempo, y habría que
ser muy ingenuo para denominar “rugby
moderno” a ciertos sistemas provisionales.
Tal modernismo corre el riesgo de envejecer
muy pronto. Debe desconfiarse de las palabras
que desean fijar como novedad “eterna”
lo que se produce en un tiempo que no deja
de fluir. La polémica literaria entre
“clásicos” y “modernos”
data del siglo XVII; los que entonces se denominaban
orgullosamente modernos eran súbditos
de Luis XIV y polemizaban con Boileau.
Por su rudeza el Rugby fue combatido frecuentemente,
tanto por poderes públicos como por
la prensa. No lo iban a salvar matarifes,
sino alumnos de los mejores colegios de Inglaterra.
En la misma Francia – nos lo recuerda
García- se difundió rápidamente
por las escuelas y los liceos de Paris. Ya
en 1890, un año antes del primer encuentro
entre el Racing y el Stade Francais, se disputó
el primer campeonato escolar.
Tales hechos no tienen por qué sorprendernos.
El Rugby cuenta con elementos suficientes
para seducir a los espíritus jóvenes
y audaces. Los principios en que se basa el
juego, las maniobras constantemente reinventadas
que permite, la improvisación que autoriza,
el hecho de liberar y exaltar al individuo
en la misma entraña de una severa disciplina
colectiva, la alegría de ejercitar
un cuerpo consciente de su elasticidad y de
su fuerza: todo ello proporciona al rugby
incomparables poderes. Y, no lo olvidemos,
por obra y gracia de los colegiales ingleses.
Recuerdo al director de un colegio francés
que nos comparaba a becerros rodando por los
prados. Pobre Hombre!. Se creía dotado
de distinción debido a su gran cabeza,
a sus quevedos y a sus lecturas de Anatole
France. Ahora me doy cuenta que su inteligencia
no había cruzado jamás la línea
de los veintidós metros y que solo
podría haberse hecho del balón
en un fuera de juego.
Para algunos de nosotros, encerrados entre
las paredes de un lejano liceo provinciano,
el rugby –que practicábamos a
diario- constituía la más eficaz
protección contra el increíble
aburrimiento de los estudios secundarios.
Era la fuente en que refrescábamos
el cuerpo y aliviábamos el espíritu.
Es necesario prestar gran atención
al capitulo de esta obra que se refiere a
las reglas del juego. Damos por descontado
que las tempestades desencadenadas por el
público están provocadas, con
frecuencia, por esa furia localista que retrotrae
al rango de tribu frenética al habitante
de viejas provincias francesas, donde, no
obstante, antiguas civilizaciones parecen
haber dejado algunos rastros. Pero también
sabemos con certeza que las más innobles
manifestaciones de los espectadores vienen
determinadas por una ignorancia supina del
reglamento. Ahora bien, nada hay más
difícil que convencer al espectador
común de la necesidad que tiene de
leer las normas que regulan el juego, pues
está persuadido de que ya las conoce.
Pocos son, sin embargo, los espectadores que
dominan el reglamento; y no aludimos a sus
aspectos mas refinados, sino simplemente a
los fundamentos sin los cuales un partido
no podría siquiera celebrarse.
Recientemente pasé una tarde muy incómoda.
Me hallaba cercado de espectadores que durante
los ochenta minutos no cesaron de gritar con
fuerte acento meridional “Fuera de Juego!
Fuera de Juego! Fuera de Juego!”.
Estas buenas gentes, antes que dudar acerca
de sus propios conocimientos, preferían
suponer que el árbitro había
dejado de marcar un buen centenar de fueras
de juego, que los jugadores no advertían
tan insensata conducta y que el resto del
publico podía aceptar, benignamente,
tanta extravagancia. Se creían, no
obstante, finos especialistas. Pero son los
especialistas de este tipo quienes deshonran
las tribunas de los campos de deporte. Las
más poderos gargantas pertenecen siempre
a los más precarios conocedores del
juego.
El autor de esta obra se halla, pues, cargado
de razón al recordarnos una nota que
los escoceses mandaron a los franceses un
mes después de haberse producido los
vergonzosos incidentes del Parque de los Príncipes
del 1 de Enero de 1913: ”A nuestro entender,
no vale la pena que juguemos el partido si
este ha de celebrarse bajo la protección
de la policía o de los militares.
Al considerar estos extremos, nuestro Comité
estima indispensable el enseñar a los
espectadores que las tradiciones del Rugby
deben mantenerse dondequiera que se juegue,
y que una de las tradiciones es la inviolabilidad
del arbitro...” Tales consideraciones
siguen siendo válidas en todos los
terrenos y para todos los públicos
de todos los países.
Henri Gracia compara al Rugby con un licor
de gran solera, que debe beberse despacio
y en compañía de buenos amigos.
Ofrecerlo sin medida a gente de mala calidad
conduciría al desencadenamiento de
las más peligrosas locuras. Por tal
razón quienes han reservado en sus
sentimientos un hueco para el Rugby se sienten
temerosos ante su éxito actual. Muchos
se han aficionado al juego debido a los resonantes
triunfos del equipo de Francia y están
hambrientos de nuevas victorias; pero son
unos hambrientos de excesiva voracidad.
Nosotros creemos que la furiosa pasión
por la victoria jamás debe anular el
espíritu del Rugby, hecho de generosidad,
de abnegación, de lealtad, de coraje.
En el terreno debe plasmarse por la unidad
total de los quince jugadores. Pensamos en
aquellos jugadores de Oxford que, tras perder
frente a Cambridge, el partido más
importante del año, cantaban a pleno
pulmón en los vestuarios porque el
juego había resultado de buena calidad
y porque todos ellos, en consecuencia, se
habían divertido de veras.
El libro de Henri García, vincula el
pasado al presente, ofrece la historia del
juego y la ilustre biografía de sus
grandes personajes. Abarca desde los lejanos
orígenes, que son su poesía,
hasta los días que transcurren. Obra
dedicada al Rugby, está escrita para
hacerlo comprender, que es lo mismo que hacerlo
amar.
KLÉBER HAEDENS